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Municipalidad de Parana

Por Guillermo Alfieri*
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Las huelgas que viví

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Fecha:19/04/2017 12:25:00 
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Al comienzo de 1958 retenían el poder los derrocadores de la administración peronista, en 1955. La Asociación Bancaria negociaba la renovación del convenio laboral con la patronal. El Sindicato del Seguro había conseguido que los beneficios a obtener se traspolaran, automáticamente, a sus afiliados. Las tratativas se trabaron más de lo pensado y los gremios declararon el paro de actividades. Hacía cinco meses que yo había ingresado a Sudamérica Terrestre y Marítima, Compañía de Seguros. Por inapelable consejo de compañeros experimentados tuve que postergar mi concreta adhesión a la medida de fuerza porque la estabilidad en el empleo se alcanzaba a los seis meses de antigüedad y los riesgos de la sanción no debían correrse.

Cumplido el plazo debuté como huelguista. Concurrí a reuniones en la que se evaluaba la marcha de la disputa. Advertí que la perspicacia gremial no era ajena a los análisis. Las circunstancias políticas eran favorables. Las elecciones generales de febrero/58 consagraron el triunfo de Arturo Frondizi y era más que una hipótesis el calcular que al futuro presidente de la Nación le interesaba correr del escenario cualquier nubarrón que entorpeciera su acceso a la Casa Rosada. En efecto, influyentes emisarios intercedieron para que se aflojaran las posiciones y se fumara la pipa de la paz. Así sucedió, con un balance ventajoso para los sindicatos, sin bajas y cobrando los días no trabajados. Pronto explotó la controversia entre educación libre y educación laica.

Por antecedentes familiares, ciertas nociones sobre la plusvalía y un elemental principio de solidaridad me inserté en el gremialismo, puerta de entrada al refuerzo del interés por las problemáticas políticas, económicas, sociales y culturales. Mi primer voto para elegir presidente de la Nación fue para Arturo Frondizi, que más temprano que tarde me decepcionó, en especial con los contratos petroleros, el proyecto de reforma del Estado y la aplicación de medidas represivas, mediante el plan Conintes, con invocación de la conmoción interna. El 15 de enero de 1959 el personal del frigorífico Lisandro de la Torre tomó la planta ubicada en el porteño barrio de Mataderos. Dos días después, tanquetas bélicas derribaron los portones y se procedió al desalojo compulsivo, para privatizar la fábrica.

Año complicado el 1959. Planteos militares, el pase de facturas del peronismo por el supuesto pacto para que Frondizi se impusiera en los comicios de 1958, el sindicalismo de huelga en huelga, el Fondo Monetario Internacional fijando sus pautas. En el río revuelto, los bancarios y los empleados del negocio asegurador resolvieron retomar el paro, en demanda de cláusulas del convenio no llevadas a la práctica. La decisión fue adoptada con los mecanismos de la democracia interna de los dos gremios, con neto predominio de afiliados de clase media, con uso cotidiano de saco y corbata.
Estuve en la segunda línea de los activistas. El propósito era mantener la relación interpersonal en reuniones constantes y convencer a los que no paraban a incorporarse al reclamo, por una serie de razones morales y materiales. Un fondo de huelga sostenía al movimiento. La huelga comenzó a mediados de abril y finalizó avanzado junio, a lo mejor porque los acontecimientos nublaron la perspicacia. En 1958 la pulseada fue con la patronal, En 1959, la puja involucró al gobierno nacional, que con medidas administrativas y el rigor de la fuerza uniformada inclinó el platillo de la balanza.

Los gremios contienen a personas con el denominador común del trabajo que efectúan, en determinados horarios, con períodos de descanso y una retribución monetaria escalafonada en categorías, con reconocimiento de la antigüedad, como elementos básicos. Lo demás es heterogéneo: ideología, identificaciones partidarias, religión, edades, estados civiles y sexos son piezas de multivariedad. La diversidad entró a jugar, por distintos motivos, cuando la huelga no hallaba salida y se descargó la batería de acciones para limar la estabilidad en el empleo y derrumbarla con cesantías. Mientras tanto, la caja para ayudas de emergencia quedó vacía.
Los bancos estatales y privados habilitaron registros de aspirantes a ocupar el lugar de los huelguistas. El ministerio de Trabajo decretó la ilegalidad del paro. La serie de telegramas intimidatorios comenzó a llegar a los domicilios de los resistentes. En un extremo represivo, camiones del ejército cargaron a empleados que desafiaban el estado de sitio y el durísimo plan Conintes. He visto a compañeros llorar por tener que abandonar el esfuerzo, pensando que sus familias no soportaban el peligro de quedarse sin recursos para mantener el economato. En la instancia, sólo los militantes políticos, los jóvenes y solteros podían estirar la cuerda del aguante. Yo tenía 23 años de edad, con casamiento programado para el 20 de julio. Antes acabó la huelga de 70 días, con amaneceres alentadores y noches que perforaron el entusiasmo.

En la puerta de Sudamérica Terrestre y Marítima, calle Sarmiento 345, ciudad de Buenos Aires, nos hicieron formar cola. Le negaron el acceso a 32 despedidos. En mi caso, habían omitido el envío del sexto telegrama para dejarme afuera de la empresa. Dos meses después me trasladaron a la agencia de Avellaneda, atendida por tres empleados, con ingreso prohibido a la casa central. En total fueron cerca de cinco mil los cesantes, los sueldos retenidos no se recuperaron y los gremios quedaron intervenidos. Formamos la comisión pro reincorporaciones, que funcionó en el Sindicato de Prensa. Hubo algunos acuerdos con indemnizaciones. Hubo juicios que duraron larguísimo tiempo. Mi fragmentario recuerdo, remite a un pasado que acorta distancias hacia una realidad vertiginosa y repetitiva. Las preocupaciones de entonces tienen puntos de contacto con las de la actualidad. En consecuencia, la memoria activa puede contribuir a ratificar méritos y corregir errores.

*Periodista - Escritor
Publicado el 19 de abril de 2017
@alfieriguillermo
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