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Por Guillermo Alfieri*
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Fecha:01/03/2016 11:28:00 
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Julia Kika Fernández se despidió de la vida, el 24 de febrero de 2016, a los 78 años de edad. Lo hizo con preaviso, como para que la sorpresa no acreciente la pena. Kika llamó a silencio su voz suave y dejó acostar su delgado cuerpo, para dar señales de que al tumor cerebral diagnosticado se sumó la debilidad pulmonar, en el prólogo del desenlace indoloro y sin estruendo, en línea con su serena y firme índole compasiva.
La sobriedad fue norma de las actitudes de Kika. Por caso, poco más de 20 palabras empleó para dar cuenta de quién es la autora de los relatos, editados en 2008, con el título de Las Luces Rojas: Julia Fernández, nacida en Capilla del Carmen, provincia de Córdoba, radicada desde 1963 en La Rioja, publica su primer libro. Nada más que eso, pese a que la microhistoria de su existencia es rica en episodios, que calzan en la alegoría de las dos carátulas.

Para ubicar a Capilla del Carmen en el mapa cordobés, hay que buscar la referencia de Villa del Rosario, zona rural al sudoeste de la cercana ciudad capital. En un hogar campesino, de matrimonio y cinco hijos, vino al mundo Kika, el 8 de julio de 1937. En juegos de azar, el padre perdió campo y vivienda, con inevitable mudanza a la Docta, con desarrollo urbano y posibilidades de trabajo y estudio, desde la adolescencia.
Kika logró el título de profesora de francés, con ánimo de ser docente en el interior cordobés. Fue la mamá la que le sugirió atender la propuesta, contenida en un aviso clasificado: en La Rioja, la Alianza Francesa precisaba personal matriculado para enseñar el idioma. Corría 1963 y con más dudas que certezas, de brazo de dos compañeras, Kika Fernández emprendió el viaje, 450 kilómetros al Norte, para su arraigo definitivo.

La fina figura y su perceptible tonada cordobesa marcaron presencia en institutos y escuelas, ante alumnos de francés y literatura, incorporada en la formación de Kika, con los inconvenientes de precoz sordera, que adquirió vigor con el paso del tiempo, quizá originada en el pinzamiento, no tratado, de un tramo de la columna vertebral, según la trasmisión oral en el seno familiar. La cuestión es que con su esfuerzo, Kika repuso a su madre el equivalente al inmueble apostado en la timba devastadora.
En La Rioja, el movimiento cultural era intenso y propiciaba las relaciones interpersonales. Kika cultivó amistades, participó en entidades que propiciaban la creación y divulgación artística. Adhirió a la pastoral profética de monseñor Enrique Ángel Angelelli. Kika no pronunciaba discursos. Obraba, casi sin hacerse notar. No propagandeaba la solidaridad, la practicaba. No era efusiva para demostrar afecto, le alcanzaba colocar la mano en un hombro o dar un fugaz beso en la mejilla, para indicar que se podía contar con ella.

En noviembre de 1968, Julia Fernández se casó con Miguel Ángel Guzmán, artista plástico, diseñador gráfico, ex basquetbolista. Director de la única revista humorística que subsistió en el país en tiempos en que Juan Carlos Onganía programaba ser dictador vitalicio. En El Champi se abordó el matrimonio de Kika y Toto, con un estilo digno de los contrayentes, con ironía límpida para provocar la sonrisa.
Kika y Toto fueron vecinos del barrio construido por mediación de la cooperativa que editaba el diario El Independiente, en calle Jauretche cerca de la esquina con Scalabrini Ortiz. Tuvieron tres hijas (Paula, Sofía y Diana), ocho nietos y una bisnieta. Fui compadre de ellos, porque me asignaron el padrinazgo de Paula, misión que confieso incumplida por mi.
En la pareja, se inscribían las anécdotas que ponían a prueba el paciente amor de Kika. Toto andaba en moto, con la intención de retornar con el pollo asado para el almuerzo. En el camino se cruzaban mostradores, con vasos cargados de bebida tentadora, que demoraban largamente el regreso y generaban el riesgo de un accidente. La inquietud la disipaba la reaparición tardía del hombre, con el pollo intacto, aunque extemporáneo.

La situación límite llegó con la represión. El fascismo incluyó a Toto Guzmán en la lista de riojanos a reprimir. Dos años y medio lo tuvieron detenido, a disposición del Poder Ejecutivo. Kika y sus hijas sufrieron el allanamiento, a cargo de brutos uniformados. El sustento fue precario. Con temperamento, Kika no renegó de nada ni de nadie. Los enemigos eran los invasores, que perforaron la sociedad riojana, con la captura, el exilio, el crimen y la desaparición de personas. La resaca persistió, con desparramo territorial de los afectos.
En 1998 volví, por unos días, a La Rioja. Al pie de la escalerilla del micro que me transportó, estaba Kika. Nos dimos un intenso abrazo, de amigos para siempre. Mantuvimos el contacto a la distancia. El cerebro de Toto comenzó a fallar y Kika se ocupó de él, pese a que se habían separado, hasta que falleció en 2007. El luto venía de arrastre, por la muerte, en 2006, de Lylí Santochi de Paoletti, amiga entrañable de Kika.
Para distraer el pesar, accedió a un taller literario, en el que pulió la escritura y afianzó los recursos para la narración fluida. De esa experiencia surgió Las Luces Rojas, con temas variados, motivados por recuerdos gratos e ingratos, con lugar para el humor y la amargura, con la prosa de cuidada calidad. Un capítulo está dedicado a personajes y acciones en la dictadura. Rafael Videla es El Gato con Botas. Sólo Lomo y Tapas es lo que se salvó de los Poemas, de Juan Gelman, incinerados para evitar que los atrapen los verdugos nazis.

Kika se jubiló, con última tarea en el organismo educativo que certificaba títulos, porque la sordera se hizo incompatible con la gestión en el aula, pese al uso de eficaces audífonos. El vínculo con hijas y nietos no alteró su independencia, con tareas domésticas para su auto-atención, en el menor lapso posible. En su casa alojó a Cristina Murias (hermana de uno de los sacerdotes torturados y asesinados el 18 de julio de 1976) mientras se desarrolló el juicio que impuso insuficientes condenas. Así de solidaria con las causas justas fue Kika.
Claro que tuvo su talón de Aquiles, en materia de coherencia. Le pregunté a Diana, la hija menor, cómo era la Kika abuela. “Malcriadora”, respondió sin menor duda y justificó el adjetivo: “A nosotras nos corregía con energía los errores gramaticales que cometíamos al hablar, sin dejarnos pasar ni uno. A los nietos los disculpaba, con la excusa de que son chicos. Otro tanto con las golosinas, que a nosotras nos prohibía y a los nietos se las proveía, a veces a escondidas”.

*Periodista - Escritor
Publicado el 01 de marzo de 2016
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